lunes, 19 de mayo de 2014

Vacaciones en la casa del lago

Caminaba en verano por los campos de mi abuela. Nuestra familia no es muy rica pero tenemos heredada de mi tátara tátara tátara abuelo unas tierras cercanas a un lago, mi abuela vivía allí. Aunque falleció para mí siempre serán los campos de mi abuela. Aquí estoy, me traje un chico, lo considero mi amigo, hemos venido a relajarnos, a vivir un poco la aventura. 

Cómo adoro esta casa… Las maderas chirrían, las ventanas son clásicas, hay chimenea, tiene el primer piso de piedra y vigas de madera, es una casa antiquísima que hemos sabido conservar. Hasta tiene un pequeño balcón en la habitación de la cama de matrimonio.
El primer día nos bañamos desnudos en el lago, no es muy profundo y estaba frío pero era un frío que no hiela, no te hace tiritar, era un frío que se metía en ti y cristalizaba. Destruía todo y te hacía mirar, impotente, todo lo que te rodea. Él hizo juegos de los suyos, siempre los hace. Al volver me robó la toalla y salió corriendo, menos mal que no había nadie, reí como nunca. Él siempre me hacía reír.
Las noches las pasábamos refugiados en la salita del primer piso, rodeados de paredes empedradas y alrededor de una chimenea decimonónica, le leía cuentas y él me miraba atónito. Las mantas de lana son fantásticas para hacer estas cosas, ¡y el chocolate caliente! Dormíamos juntos en la cama de matrimonio, me desnudaba y salía a la terraza, me gustaba ver mi cuerpo iluminado por la luna, aunque cientos de velas en el cielo me observasen. Me hice fotos que nadie verá jamás. Dormíamos abrazados.

Pasamos allí dos meses, sí que es cierto que fuimos allí para que él muriese cómodo y tranquilo. Quise que sus últimos días fuesen memorables, fuesen preciosos. Nunca más volví a tener perro, nunca lo tuve, estuvimos juntos, uno al lado del otro. Me queda su recuerdo. Me queda mi casa de los buenos recuerdos. Allí sonrío y sé que él aún me sonríe.

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