miércoles, 8 de noviembre de 2017

Gato, carcamal, aspiradora

El piso siempre huele a viejo y el viejo no lo huele. La vieja a veces echa ese producto químico tan horripilante para remediarlo pero sólo hace que el piso huela a viejo y a producto químico horripilante. Por eso a veces me cuelo en casa de los vecinos. Piensan que soy su amigo cuando en realidad sólo estoy huyendo de casa, hasta que los viejos se dan cuenta. 

Hacen multitud de cosas que no entiendo. Por ejemplo, se sacan los dientes de la boca para cepillarlos como se cepillan los zapatos. También meten su comida en montones de cajas: unas grandes y relucientes, hay una que se iluminan con una luz naranja cuando la cierran y otra que está helada. Odian toda la comida que les traigo, siempre la meten en bolsas de plástico moradas y las arrojan a un cubo. El cubo luego se lo lleva un camión grande del que cuelgan un par de personas. 
Tampoco entiendo que para dormir se ponen en un alto porque temen que en el suelo haya serpientes cuando ya les he dicho hasta la saciedad que en el piso no hay serpientes. Al menos no de las que te pueden matar. Se cubren como si fueran topos porque carecen de vello corporal. Pensé que sólo eran los viejos del piso los que carecían de pelo pero la vecina es más joven y la he visto quitándoselo. Es como si quisieran ser patéticos y ridículos a propósito. Por ejemplo utilizan palos muy largos y muy duros para ayudarse al caminar sobre dos patas porque nunca aprendieron a caminar con cuatro.
Una cosa que me fascina es que son capaces de estar horas sentados, atrofiándose, mientras ven una ventana en la que salen otras personas hablándoles. Deben sentirse muy solos para no bastarse con su compañía. 

Me dan comida, me la ponen a mi altura mientras se comen la suya a la su altura. No les gusta mezclarse conmigo. No les gusta que deje mis pelos por el piso, por eso igual perdieron su pelo, para no dejarlo por ahí. Tampoco les gusta que juegue con sus cosas pero tampoco tengo mías. Creo que perdieron sus garras para no estropear nada de lo que tocan. Se volvieron débiles y suaves para no molestarse, para no tocarse. O para tocarse demasiado. No les entiendo. 

A veces me quedo mirándoles. Muy fijamente. Tratando de discernir qué son, por qué son así. Pero no logro llegar a ningún lado. Es entonces cuando se dan cuenta de que estoy mirándoles y lo interpretan como un reclamo de atención, como si les necesitara para algo. Viejos. No me iré de su lado, esa es mi casa, claro. Pero joder, viejos. Sois muy raros para no ser gatos.


–Historias de tres palabras

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