miércoles, 16 de julio de 2014

El vendedor de recuerdos


                  Recuerdo con exactitud desde hace años un día de junio, aunque no sabría decir cuál. Viajaba por los grandes desiertos estadounidenses, un viaje de costa a costa. Supongo que me perdí, varias veces, porque tardé demasiado. En un punto del viaje, al tercer día creo, encontré en medio de la nada un puestecito. Estaba acostumbrado a verlos al lado de la carretera pero siempre cerca de un campo de cultivo, eran puestos de granjeros donde vendían sus cosechas a aquel que pasase por su zona. Esta vez era algo diferente. 

El stand era tan estrafalario que tuve que pararme, además así podría fumar y estirar las piernas que nunca viene mal. 
Poco a poco me fui acercando a aquel puestecillo de madera. Tenía la parte de arriba llena de fotos viejas colgadas con pinzas como si fueran ropa tendida. También tenía fotos en blanco, otras en negro, tenía fotos impresas por cámaras de fotos, tenía fotos en papel fotográfico y en papel antiguo, tenía fotos en sepia, blanco y negro y a color. Además tenía un montón de cajas de cintas de cassette y algún que otro vinilo. Lo llevaba un anciano con una visera de esas verdes de jugar a las cartas, tenía unas grandes gafas, bigote y tirantes. ¿Qué hace aquí en medio de la nada, buen hombre? Oh, vendo mis cosas. Me contestó. Tenía voz ronca pero simpática, como la del vecino que siempre quisiste tener. ¿Y qué vende? Ya se lo he dicho-sonrió-, vendo mis cosas. ¿Y qué cosas son esas? El hombre sacó una vieja caja llena de fotografías archivadas. Así que vende fotos, ¿eh? ¿En medio del desierto? No hay lugar mejor para vender mis cosas que en medio de la nada, me dijo mientras se revolvía buscando más cajas que enseñarme. Empecé a ver las fotos, eran muy tiernas muchas, había fotos de Navidad, fotos de lo que parecía el primer beso de unos adolescentes, fotos en el hospital una mujer sujetando a un recién nacido, una familia posando ante una casa recién comprada, una madre cocinando un gran guiso, un padre leyendo un cuento a su hijo en la cama, una chica caminando en la lluvia sin paraguas y sonriendo, unos chicos bailando alrededor de una fogata... Oh, esas me encantan, me dijo. Son todas preciosas, esas cosas no se olvidan, ¿verdad? Sacó otra caja llena de fotos archivadas, había desde niños gritando en el cine hasta un matrimonio llorando en un velatorio por la muerte de lo que imagino que sería su hijo, había fotos de un niño llorando al lado de su gato atropellado, fotos de lo que parecía una niña recogiendo sus juguetes quemados tras un incendio, una chica con la pierna rota y unos patines puestos, un cirujano fuera del quirófano llorando. ¿Le parecen interesantes? Me preguntó. Tristes, más bien, muchas son hasta poéticas, ¿de dónde sacó tantas fotos? ¿Era usted periodista o algo parecido? Sí, algo parecido, sí; mire, también tengo esto. 
Sacó una tercera caja llena de cartas abiertas. Cartas de amor, últimos y primeros pagos de hipotecas, graduados escolares y universitarios, invitaciones de boda, cartas a una abuela. ¡Vaya colección! ¿Se las dieron? Algo así, me respondió. ¿Cómo que algo así? En cierta manera, me las dieron. No sabía qué quería decir, estaba demasiado ocupado rebuscando entre todas aquellas cosas y el calor no me dejaba pensar con claridad. 
Por fin encontré algo que hizo que me recorriera la espalda un escalofrío que me tensó al instante, era la carta que le escribí a mi amor platónico del instituto, la carta que le escribí a Madelaine... Nunca se la llegué a dar, tenía tanto miedo. Tocarla, verla, fue como que algo no iba bien, que algo estaba jodido, realmente jodido, se me cayó el cigarro al suelo del susto. ¿Qué hace usted con esto? ¡Es mía! ¿Está usted seguro? ¡Claro que lo estoy! ¡La escribí hace años! Pero usted había olvidado a Madelaine. ¿Qué ha dicho? Me miró severamente. Usted olvidó a Madelaine. Usted siguió su vida y olvidó a Madelaine. ¿Y qué? ¿Cómo que y qué? No tuvo usted consideración alguna por sus recuerdos, dejó que ese sentimiento se hundiese y olvidase en lo más profundo de las fauces del vacío... Y por eso llegó a mí. ¿Y quién es usted si puede saberse? Usted ya lo sabe. 

Me quedé perplejo, sólo sostenía la carta, no sabía a dónde mirar, intenté calmarme, cogí el cigarro y abrí de nuevo la carta... me puse a leerla. Comencé a llorar. 
Cuando me quise dar cuenta el puesto ya no estaba, sólo estaba yo con la carta en la mano, el cigarro en la boca y dos lágrimas que recorrían la cara de un pobre desgraciado. 
No dije nada. Me subí al coche. Guardé la carta en la guantera. Seguí mi viaje como si nada hubiese pasado. Soñé con Madelaine esa noche. 








Historias Irrelevantes en Lugares Anónimos

Lugar Anónimo: 
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2 comentarios:

  1. normalmente siento que mis comentarios sobran y más en un sitio como este.. pero hoy me voy a dar ese gusto
    sabía con esa repugnante parte minúscula nuestra que sabe milimétricamente lo que va a pasar, que iba a ocurrir eso en la última línea, como un hueco relleno en realidad, y aun así he roto a reír y me he puesto a llorar! vaya! cosas
    (no esperaba que supieras mi día. abrazo remolino)

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